Jorge Capelán. RLP / TcS.
En ciertos círculos de las izquierdas, especialmente en
los Estados Unidos, se propone la legalización de las drogas como un
remedio a los efectos destructivos de la guerra contra las drogas. No es
una cuestión tan sencilla, y para nuestros países es potencialmente muy
peligrosa. De hecho, tras esa campaña a favor de la liberalización del
tráfico de drogas se esconden intereses que son parte integrante de la
élite de poder imperial, como la Corporación RAND, el Instituto CATO o
las redes de influencia política del magnate George Soros.
Según esta visión, las drogas ilegales deberían ser tratadas
como otras drogas, tales como el tabaco y el alcohol, como un problema
social. Si se pudiesen vender libremente en el mercado, desaparecería
todo incentivo para la militarización y el tráfico de armas y otros
actos del crimen organizado relacionados con el tráfico ilegal.
La idea de que muerto el perro de la prohibición desaparecerá
la rabia de la guerra contra las drogas, a simple vista suena sensata,
pero en la práctica omite una serie de realidades y de intereses.
El tema de las drogas no puede ser tratado aisladamente del
tema del capitalismo, por eso, ninguna solución fundamentalmente
centrada en el comercio podrá resolver la cuestión de los efectos del
narcotráfico.
Es cierto que prácticamente no han existido sociedades en las
que la gente no haya hecho uso de sustancias, a menudo adictivas, con
efectos como la alteración de los estados de conciencia, entre otros.
Pero es bajo el capitalismo, o en relación con su desarrollo, que el uso
de esas sustancias adopta formas epidémicas que ponen en riesgo la
existencia misma de la sociedad. Ejemplos de esto son el papel que han
jugado productos como el alcohol o el azúcar refinado en el genocidio
contra los pueblos originarios de todo el mundo, en especial de América
Latina, y el papel que actualmente juega el consumo de tabaco en el
planeta.
Tras la ideología de la liberalización subyace la idea de que
el mercado tiende a buscar un supuesto equilibrio natural, lo que es una
falsedad a todas luces. El mercado todo el tiempo genera monopolios y
crea necesidades que no son humanas, sino que en última instancia
obedecen a la lógica de acumulación y reproducción del capital.
Los partidarios de la liberalización quieren hacer desaparecer
al Moloch de la guerra por medio del Moloch del mercado, un absurdo a
todas luces ya que se trata de dos hermanos gemelos, de dos apariciones
del mismo fenómeno. Como dijo Marx: «Si el dinero (...) viene al mundo
con manchas de sangre en una mejilla, el capital lo hace chorreando
sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies.»
Las "guerras de las drogas" promovidas por el imperialismo no
sólo se presentan bajo la forma de la "guerra contra las drogas" que
conocemos en la actualidad.
Imaginemos qué pasaría si una nueva marca de crack, totalmente
legal y promocionada con las más avanzadas técnicas de mercadeo,
invadiese el mercado brasileño. No sólo se trataría de un problema
social, sino de un verdadero acto de agresión contra la población del
país sudamericano.
Aún más peligrosa sería la legalización de las drogas de
diseño muy baratas de producir como el ecstasy y las anfetaminas, y aún
mucho más el desarrollo desenfrenado de nuevas drogas por parte de las
multinacionales de la industria farmacéutica y biogenética, con efectos
mucho más potentes sobre la siquis humana. Ya hoy en día es un problema
el consumo de sustancias ansiolíticas y otras, como el Prozac, en países
desde Francia hasta la Argentina. Mediciones realizadas en las aguas
residuales de Londres han arrojado altos niveles de Prozac debido al
consumo de ese "medicamento", que es recetado hasta a los niños.
El ejemplo de la Guerra del Opio de Inglaterra y otros países
europeos contra China en el siglo XIX es muy pedagógico para ilustrar el
papel de las drogas como medio de conquista económica.
En el siglo XVIII, a causa de la alta demanda de té, seda y
porcelana en Gran Bretaña y del bajo interés chino por las mercancías
británicas, Gran Bretaña comenzó a exportar ilegalmente opio a China
para contrarrestar su déficit comercial. Para 1839, el opio de Estados
Unidos, Reino Unido y Francia había alcanzado a los campesinos chinos
aislados mientras que los obreros gastaban casi todos sus ingresos en
mantener su adicción. "...ahora el vicio se ha extendido por todas
partes y el veneno va penetrando cada vez más profundamente", escribía
ese mismo año el emperador Lin Hse Tsu, que había prohibido el comercio
del opio, en una carta a la Reina Victoria.
Al final, los partidarios "libre comercio" imperial terminaron
atacando a China con la flota más poderosa del planeta para obligarla a
comprar el opio cultivado en la India británica. La guerra se extendió
por 20 años más al final de los cuales el opio fue legalizado y, sobre
todo, la economía china fue abierta a los intereses imperialistas de las
potencias occidentales. Esto sumió al milenario imperio chino en una
situación de gravísima miseria y opresión de la que no empezó a salir
sino hasta la gran revolución de 1949.
Hoy como hace 200 años se produce una situación similar a una
escala mucho más amplia que la que existió en el siglo XIX entre
Inglaterra y la China, y en un contexto de crisis terminal del dominio
occidental, a diferencia de la etapa ascendente del capitalismo
industrial.
Hoy en día un núcleo importante de los países de la denominada
periferia, el BRICS, se apoderan cada vez más de las cadenas de valor
de la producción capitalista de mercancías, aumenta el comercio Sur-Sur y
los países imperialistas tienen cada vez menos cosas de interés que
ofrecer al tiempo que están ávidos de recursos energéticos, agua y
materias primas de esos países. En este contexto, las drogas son una de
las pocas mercancías con las que las potencias occidentales pueden
esperar mantener una posición dominante en los mercados.
La solución al problema de las drogas, y al problema de la
guerra contra las drogas, no se puede encontrar en el mercado sino en la
política, en la capacidad de los gobiernos de hacer valer los intereses
de sus ciudadanos y de sus sociedades, en la definición de lo que es
salud pública y de lo que es dañino para la salud, y en su capacidad
para alcanzar consensos y cooperación globales sobre esos temas.
No hace falta someterse a los dictados de la DEA para combatir
exitosamente al narcotráfico. Es más, una condición para lograrlo es
precisamente la de mantener lejos de nuestros países a esa institución
estadounidense que dice combatir el narcotráfico pero que en realidad lo
promueve al proteger a las redes criminales que son afines a las
políticas de Washington.
La experiencia de los países del ALBA muestra que sí es
posible defenderse del narcotráfico aún con limitados recursos. Lo que
se requiere son políticas fuertes de combate a la pobreza, de
prevención, de promoción de formas democráticas de gobierno, de fuerzas
armadas patrióticas, adecuado trabajo de inteligencia y de capacidad
para golpear a los grandes narcotraficantes.
Los gobiernos que se declaran impotentes para hacerle frente
al narcotráfico y proponen legalizarlo en realidad se están declarando
impotentes para hacer valer su soberanía e impotentes para imaginar y
materializar un proyecto de sociedad acorde con la voluntad de sus
ciudadanos.
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