Por Jorge Capelán, RLP/TcS.
El dolor tan lacerante que nos causa la partida del Comandante Chávez se debe a una cosa muy sencilla: Es imposible no querer a Chávez como persona. Hay que estar demasiado entumecido en el alma, estar profundamente perdido en el mundo frío y oscuro de la muerte y la desesperanza, para no quererlo.
Del pensamiento político de Hugo Chávez Frías se escribirán bibliotecas. Cada uno de sus Aló Presidente, cada uno de sus discursos, de sus entrevistas y de sus famosas "líneas", serán estudiados de la manera más meticulosa, desde todos los ángulos imaginables, tratando de establecer todas y cada una de las relaciones, de las referencias y de los contextos. Sesudos analistas sistematizarán y analizarán todo lo sistematizable y todo lo analizable.
Si logramos evitar una debacle global, en los siglos por venir, ese legado interrogará y será interrogado incontables veces por una humanidad empecinada en realizar su destino, que es el de alcanzar una existencia armoniosa consigo misma, con el universo y con todos los seres que la rodean. Es un legado verdaderamente enorme, gigantesco como la tarea que plantea: la de construir la más grande de las naciones, no en base a sus riquezas materiales o su poderío, sino a la profundidad de su alma.
Sin embargo, a pesar de todos esos prodigios visionarios del pensamiento y de la acción del Comandante Chávez, a nosotros que nos ha tocado vivir en su tiempo, nos queda esa simple, sencilla constatación: se podrá analizar y discutir todo lo que hizo y dijo, pero es imposible no quererlo.
¿Y por qué es imposible no querer al Comandante Chávez?
Nunca pidió nada para sí y lo dio todo por el pueblo - un hecho comprobado una y mil veces. Siempre asumió su responsabilidad por lo que hizo y nunca vaciló en enfrentar las consecuencias: una valentía a toda prueba. Nunca exigió de los demás que hicieran lo que él no estuviese dispuesto a hacer. Nunca tuvo pelos en la lengua para decirle a los poderosos lo que pensaba de ellos. Nunca, tratando con el pueblo, con los más humildes, con sus compañeros y compañeras, perdió de vista que lo que tenía ante sí eran personas y no cosas.
Todo eso es cierto, pero hay más: Chávez era una aspiradora. Tragaba conocimientos en todos los campos imaginables con la voracidad del ojo de un huracán, con esa voracidad que sólo tienen los más humildes, aquellos a los que la sociedad opresora les ha negado por siglos el derecho a ser y a creer que son, y que un buen día toman conciencia de su condición y de su potencial.
Pero así como Chávez tragaba esos conocimientos, los compartía, reflexionando junto con el pueblo sobre los temas más complejos, exponiéndolos en detalle y durante horas en razonamientos que trazaban larguísimas elipses pero que siempre, indefectiblemente, aterrizaban sobre el punto de partida dejando a todo el mundo con la sensación de entender un poco mejor el mundo, de verlo con ojos nuevos.
A pesar de su prodigiosa oratoria, Chávez no era un comunicador. No. Él no era un comunicólogo, nunca estudió en una universidad para eso. Él se comunicaba, es decir, pensaba junto con los demás, con el pueblo. No se soltaba a cantar una canción llanera a todo pulmón en medio de un discurso para alegrar a la audiencia, sino porque sentía ganas de cantar, porque esa canción era parte del pensamiento que estaba desarrollando, o porque era una manera de compartir esas ideas junto con el pueblo.
Con Chávez, el Pueblo interrogaba a los filósofos y a los economistas, a los politólogos y a los científicos con rancheras y corridos, con boleros y guarachas, con sus dichos y hasta con palabras nuevas que iba creando en un proceso colectivo de producción del pensamiento.
¿Y por qué sentía Chávez ganas de cantar con el pueblo? Porque sus ideas están enraizadas en una práctica, en un hambre centenaria de Ser que compartía con todos los humildes y explotados de la Tierra.
Esas ideas son, como lo dijo una vez el escritor Eduardo Galeano, "sentipensantes", es decir, sentimiento y reflexión unidos en una práctica por saciar urgentemente el hambre. Por eso mismo se trata de ideas que, aunque nos lleven a los confines del universo o a los más íntimos detalles de la biología molecular, al final siempre terminan aterrizando en el tema de la construcción de viviendas, o en los progresos de una planta de ensamblaje de teléfonos celulares, o en la producción de alimentos, etcétera.
Pero, ¿para qué producir casas, teléfonos celulares o comida? ¿Para qué construir universidades? ¿Para qué repartir Canaimitas? Por eso ahí está Dios y ahí está el Amor, y ahí está la Vida, que son los que le dan sentido a la riqueza material.
Porque sin eso, sin alma, sin valores espirituales, sin una conexión con los demás, con la naturaleza, con el Universo, lo que queda es todavía el Hambre. Y nuestros pueblos tienen hambre de todo, hambre de Ser. Hambre de raíces y hambre de frutos, hambre del pasado, hambre del presente y hambre del futuro. Todo eso lo entendía Chávez porque pertenecía a los que tienen Hambre.
Chávez no sabía todo, por eso estudiaba y escuchaba mucho. Por eso mismo, su pensamiento es dinámico, cambiante, en constante evolución. Era una persona común y corriente cuyo amor lo llevó a niveles extraordinarios de comprensión y, sobre todo, de compromiso con su pueblo y con los pueblos del mundo.
El Comandante Chávez es la prueba viviente de que todos podemos ser un poquito mejores cada día. No es una imagen pegada en la punta de una cima inalcanzable. Es nuestra responsabilidad, de los que vivimos estos años dichosos y decisivos, amar al Comandante amándonos los unos a los otros, no por nosotros mismos, sino por el planeta y por las generaciones venideras.
Chávez fue y es una llamarada, un torbellino de energía por amor al Pueblo y por amor a la Vida. Mantengamos viva esa llamarada pareciéndonos cada día un poco más a él, que es una manera de parecernos a lo mejor que tenemos.
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